
Zeudy Acosta / @zeudyacosta
Cuando me hablan de perdonar, me sabe a hiel la boca. No se trata de exquisiteces filosóficas o penitencias religiosas. Esto de que la gente se lance al mar como un barco a la deriva, o atraviese fronteras eternas a pie, con cruce de ríos incluidos sin morir en el intento para escapar del chavismo-madurismo es imperdonable.
He escuchado a mucha gente – venezolanos o no- afirmar que con el difunto la cosa estaba mejor y que fue el balurdo Maduro quien estropeó todo el plan dizque socialista. Sí, claro, estábamos mejor porque el tipo empezó a destruir al país, pero lo disimulaba muy bien y dentro del avión, los truenos, relámpagos y el viento huracanado pasaron aparentemente desapercibos. Al otro, en cambio, no sólo se le ven las costuras, es que el infeliz se propuso meterle chola a fondo a la descomposición y destrucción del país en todo su conglomerado; cero frenos y en bajada. Que quede claro, uno es consecuencia del primero, ambos son culpables y responsables de tanta tragedia.
Las cosas hay que llamarlas por su nombre y dejarse de pendejadas adornando o poniendo telones para disfrazar realidades. En Venezuela no hay una pandemia, hay dos. Una que fue declarada como tal en 2020, y que le ha venido al pelo al régimen para intentar solapar lo inútil que han sido en materia de salubridad, economía, seguridad social, servicios públicos, seguridad alimentaria y un etcétera tan eterno como se hacía llamar el intergaláctico. ¿Se comprende cuál es la otra?
Una epidemia roja que comenzó desde el mismo instante en que Chávez asumió el poder. Todo cuanto era medianamente productivo o en miras a lograrlo ha sido destruido o vendido a colosos como Rusia, China, Irán. No es casual que, a la fecha, el número de personas de cualquier edad que huye del territorio venezolano ante la barbarie en la que se ha convertido Venezuela, es abismal. O te mata la pandemia del Covid-19 o la que ha inoculado el virus del madurismo, bien de hambre, el hampa con el moño suelto y quizá hasta auspiciado por ellos. Hay gente que ante la desesperación huye del país, otros de la propia vida y se suicidan. De esto último, nadie habla. ¿Cómo se puede perdonar tanta maldad?
En los últimos años y, en especial en los meses más inmediatos, hemos sido testigos de cómo aquella funesta e increíble historia de balseros cubanos que por años naufragaban en el Golfo de México o en el Atlántico en búsqueda de las costas estadounidenses, ahora se hizo nuestra en aguas del Caribe en el intento de llegar a Trinidad y Tobago.
En una nueva modalidad, si le podemos denominar así, la avalancha humana que se va diluyendo por la frontera colombo-venezolana rumbo a lo desconocido e incierto es un tema aparte, que recientemente nos deja alelados, perplejos y saturados de estupor. Un negocio novedoso del que sacan mucho provecho, cruzar a los venezolanos hasta Estados Unidos; ancianos, niños, jóvenes, gente de cualquier edad, familias enteras con un único propósito: encontrar refugio.
Sin embargo, el drama no muere allí. Para muchos es apenas el comienzo de la pesadilla. Una vez en territorio estadounidense, la negativa de aceptarlos es diametral, siendo deportados. Entonces surge de nuevo el tema del perdón. No le encuentro ranura para que entre y consiga asidero.
La era chavista-madurista no sólo nos ha dejado la boca con sabor a hiel, también a mucha sangre derramada por jóvenes en las protestas, a agua de mar de quienes se han ahogado escapando del horror; la amargura de las despedidas, la sequía de quienes se acuestan sin comer. ¿Qué los perdone yo? No puedo.