
Zeudy Acosta Paredes /@zeudyacosta
La mañana está fría en Madeira. El pronóstico del tiempo alertaba ayer de lluvias y relámpagos para hoy. En su lugar, una niebla densa arropa la ciudad; a dos metros ya no logras ver nada, ni nadie. Aún así, debo salir. Conducir en estas condiciones debe ser un riesgo. Suspiro porque no tengo esa responsabilidad.
Salgo a la parada a esperar el autobús. Hay dos rutas, y por cuestiones del horario en los que pasa el transporte, opté por la segunda. Quizá la que menos me gusta cuando llueve, porque está más retirada de casa. Sin embargo, esta tiene su encanto. Puedo mirar la inmensidad del mar, su quietud o su ímpetu. Encuentro en esa panorámica un exceso de vida, un desbordante misterio.
Pero hoy, el blanco es una muralla sin transparencia. Alcanzo a ver ese árbol que se muestra ante mí, imponente y sabio. En cada estación se pone un traje diferente y aguanta sin pronunciar palabra alguna, frío, viento, lluvia, sol.
A veces, como hoy, me tropiezo con recuerdos de lugares o momentos que añoro. Estoy allí, asomada en la ventana de la sala, mientras el humo del espumoso café con leche me calienta los ojos. Aguardo, expectante al sol que comience a aparecer despacio detrás de la montaña que custodia la casa por el oeste.
No es un amanecer cualquiera lo que ocurre en Maracay. Hay una cita diaria con variedad de pinceles y una abundante diversidad de colores en la paleta. Dios ha de tener predilección por ese lugar que de tanto en tanto añoro. Rojo fuego, amarillo ardiente se van dibujando sobre el verde del Henri Pittier, y yo aquí, me tropiezo con ese cálido momento de la casa donde viví por largo tiempo antes de migrar, para apaciguar el frío que me llega a los huesos.
A veces me tropiezo a propósito… Hoy es uno de esos días.
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