
Zeudy Acosta Paredes / @zeudyacosta
El día que emigré, hace un poco más de 5 años, no me tomé fotos cotidianas, ni a mis pies encima del arte cinético de Cruz-Diez exaltando su legado a la humanidad, o su simbólica relación con el destierro en los últimos tiempos; tampoco llorando mientras me abrazaba a los míos (es que no lloré). Tampoco al avión, ni a las maletas, ni al boarding pass. Tenía un enjambre de pensamientos y sentimientos ocupándome el cerebro y el corazón, que me restaban fuerzas para soltar emoción alguna, para definir incluso hoy, qué se siente en o frente a ese escenario.
Te toca curarte y de manera simultánea sanar a otros que también se fueron…
Antes y ahora, he venido haciendo un ejercicio infructuoso. Le he puesto empeño, le he dedicado tiempo, he aplicado múltiples estrategias que vienen de boca de expertos y de otros no tanto. Agentes distractorios por un lado, seducciones externas por otro, pero que va, es difícil cultivar el autoengaño de manera extendida y perenne.
Me he decidido a dejarme de mentiras, de invenciones y pretextos; seguir pretendiendo que pese al tiempo, uno se acostumbra y deja pasar. Me he decidido a dejarme de pendejadas y hacerme la idea que puedo disimular, que puedo seguir creyendo que esto de dar abrazos virtuales te llena, te cierra el hueco que se siente en el esófago, o esa congoja en el pecho. Miren, seamos francos, uno ha cosechado amistades nuevas, ha hecho lo mejor que puede para no sentirse solo, para que la distancia sea una palabra que se pierda con el viento que viene desde el Este.

Te toca curarte y de manera simultánea sanar a otros que también se fueron, curar a los que se han quedado -esos que cada día se sientes más solos-, a los que incluso después de salir, han vuelto, porque esto de emigrar no es para todos, aunque a todos nos urja. Y sí, lo más duro es tener que hacerlo contigo, porque para dar consejos uno no necesita un curso, ni ser especialista, pero cuando se trata de la autosanación, se enmarañan los paliativos, las compresas no bajan la fiebre y el vendaje, aunque vaya debajo de la ropa, se nota como los remiendos mal hechos.
Y antes de que lo digan, sí, el trabajo dignifica y el agradecimiento va adelante, pero esto es otro tema, es la ruptura del «saber» y el «hacer», la fractura de los sueños.
Digan lo que digan y quien lo diga, si algo es indiscutible, es que nunca vamos a sanar lo que nos ha pasado. No importa cuánto afecto recibas, cuántas amistades cultives, o el derroche de fraternidad que vayas donando en tu entorno para sentirte más confortable en ese lugar que escogiste para reinventarte; la emoción de los abrazos físicos a tus padres, a tus hermanos, a esos amigos que son más familia que nadie, serán insustituibles por la eternidad. Y nos los hemos perdido en un viaje sin retorno, pues aún cuando en algún momento la oleada vaya en retirada, la emoción de los abrazos que ya no fueron en su momento, no lo serán; no tendrán el mismo sabor, el mismo candor.
He visto a gente cantando cumpleaños con torta incluída por vídeollamada, a muchos llorar a sus muertos desde otros continentes sin poder decirles adiós de cerquita. A abuelos conociendo a sus nietos en fotografías y videos. Gente que ha perdido relaciones, matrimonios fracturados porque la brecha se fue dilatando hasta diluirse en el abandono; hijos, abuelos, nietos, tíos, padres que a cuentagotas van perdiendo todo tipo de esperanzas de cambios, y con ello, la de reencontrarse con los suyos. He conocido médicos recetando platos en un restaurante, a periodistas describiendo en su interior cómo se limpia una casa, economistas haciendo inventarios de carga en un almacén; también ingenieros vigilando parques, abogados como baby sister. Y antes de que lo digan, sí, el trabajo dignifica y el agradecimiento va adelante, pero esto es otro tema, es la ruptura del «saber» y el «hacer», la fractura de los sueños.

Ya lo he dicho, no hay grupo de WhatsApp que suponga la energía de la conexión que se sirve en una mesa en casa para almorzar, en un café con un tres leche de por medio, una tarde de sábado con sancocho o parrilla, un domingo de infarto con un Caracas – Magallanes o de Vinotintos en el engramado de cualquier estadio aunque «juguemos como nunca y perdamos como siempre». Hay historias que son más bonitas cuando se cuentan en presencia de los que amamos, porque hay expresiones que por su naturaleza, son indescriptibles e irrepetibles. Ayudan y alivian los mensajes de texto y audio que se inventan y comparten, pero ese vacío siempre va estar allí, como el que se siente cuando te lanzas a una piscina desde un trampolín de cinco metros de altura. La vida nos va transcurriendo y vemos las de otros pasar indefinidamente en estados e historias de las redes sociales.
Hay despedidas que debieron tener el refugio de una mano sanadora o un hombro que amortiguase a las penas, un abrazo emocionado saturado de alivio; hay despedidas que no debieron tener de intermediario un smartphone, o el muro de Facebook. Hay ausencias que saben a hiel y a nostalgia. Hay despedidas, que simplemente nunca debieron ser.