MI NALGA POR UN PAN

Nalga

Zeudy Acosta Paredes/ @zeudyacosta

Los portugueses en Venezuela abundan. Desde las décadas en que emigraron a nuestro país, emprendieron en muchos negocios, gran parte de ellos, panaderías. Aún siento el olor que desprendía desde la madrugada la Panadería Andreina en el sector donde vivía en Maracay; pero en Caracas, donde transcurrió mi niñez, mi adolescencia y parte de la adultez, también tenía mis panaderos favoritos. Fanática y media de los panes dulces, donde quiera que viví buscaba un punto donde hacerme de ellos. Había unos que compraba cuando venía caminando por toda la Intercomunal de El Valle, del liceo a mi casa, y otros en la Roosvelt que encargaba a mi padre.

También me gustan los salados. Una canilla para hacer unos choripanes; un campesino para acompañar la sopa. Y aquel pan de piedra que papá conseguía por San Agustín; ese me gustaba con mantequilla, queso y jamón, o con mayonesa (mi yo honesto confiesa que hasta solo). Tenía una concha dura, así medio quemada que crujía mientras sentía un indescriptible placer.

¿Qué tiene todo esto que ver con una nalga? Preguntarán ustedes…Les cuento. Aquí en Madeira, hay tantas panaderías como farmacias, iglesias y ópticas. Y por supuesto, panes; aunque en asuntos de panes dulces, ninguno supera a La Danesa en Las Delicias, aquellas trenzas eran un manjar del demonio. Dios no pudo crear semejante pecado. Era abominable la adicción (según supe, la revolución acabó con aquello). Entonces, en la isla se consigue, entre muchos, el pan de la abuela, de nueces (solas o con pasas), de cereales, de maíz, negro, integral, con coco, con miel, de batata… con éste empieza todo.

El pan de batata es confeccionado en una especie de rosca grande, recién sacado del horno es un manjar, de lo más sabroso que haya probado. Y ese martes, me desperté con un antojo “panífero”. Quería comer pan de batata. Todo el día de trabajó transcurrió pensando en el fulano pan. En aquellos gramos de masa que me llevarían a la perdición en la noche, cuando visitara a una amiga. Estaba invitada a una reunión con cena incluida, y no podía aparecerme allá sin mi PAN DE BATATA.

Terminé mi jornada, y en mi cabeza sólo rondaban tres palabras: pan de batata. Estaba feliz, entusiasmada porque en poco tiempo la ruta me llevaría a aquella panadería que estaba cerca de la casa para cenar con mis amigos. Me sentía como Heidi en la pradera cuando se columpiaba y cantaba (siempre he creído que fumaba alguna yerba que le producía ciertas alucinaciones), andaba por las nubes, oía sonidos extraños y siempre estaba feliz. Bueno, yo estaba muy feliz, pero sin yerba. Era pensar en mi pan nuestro de cada día, en ese pan que seguramente estaba calientito esperando a que yo entrase al local, para abrir sus brazos y decirme: TÓMAME, SOY TUYO.

Pastaba como Heidi mientras salía del trabajo, y no vi venir a uno de los perros del vecino de enfrente, que aprovechó un descuido de su amo y se escapó por el garaje para aterrizar ferozmente con su hocico en mi humanidad. ¿A dónde más iba apuntar el perro, si no a mi nalga?. Allí clavó sus dientes, en mi poltrona. Mi grito se escuchó en Lisboa, y mi reacción inmediata fue la de apartarlo. Segundos más tarde, caigo en cuenta que estoy herida, y que no hay manera de salvar al soldado Ryan, sin que éste vaya al hospital. El señor para quien trabajaba se dispone a ayudarme y me dice que no es necesario hacer de aquello un alboroto. Volteo a todos lados buscando al dueño del perro y le digo en el más chucuto portugués, que su mascota me había mordido. Su respuesta, que no dista mucho de un asunto detestablemente cultural es: ¿Qué quiere que haga?…Allí, con la sangre hirviendo y sin pensar, le lancé a modo de metralleta todas las palabrotas que me había aprendido en dos años en la isla, claro que también argumentaba la responsabilidad que tiene como amo del perro, pero él se dio media vuelta y se fue.

Yo no quería llamar a la policía y armar escándalo, pero el vecino se lo buscó. Yo sólo quería llegar a la cena, pero era evidente que mi plan cambiaría. Mientras hablaba por teléfono con el oficial, me llegaba el olor del pan de batata, y me imaginaba la mantequilla derritiéndose en él. Me piden la dirección donde ocurrió el sangriento hecho (si no exagero, no suena trágico), mis datos personales y seguidamente me ordenan: vaya al hospital para que le pongan la antitetánica. No sabía si reír o llorar. Una parte de mi, sentía rabia y mucho dolor, sabía que mi estancia en el nosocomio demoraría, con lo cual no llegaría a la cita. Pero no dejaba de reírme pensando que dentro de aquella inesperada escena, en un instante de desesperación e impotencia, el humano reacciona de manera casi impredecible, y que había hablado en portugués con una soltura insospechada. Además de que el pensamiento recurrente no era la vacuna, el tiempo de espera, y las consecuencias de la mordida; yo sólo lamentaba faltar a mi cita con el pan de batata.

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