Belén González
Siempre me gustó tener amigos, crear lazos de afecto, de complicidad, y si es cierto que los padres son nuestro ejemplo en prácticamente todos los aspectos de la vida, debo haber heredado de ellos el hábito de cultivar a las personas, pues hasta hoy ambos conservan amigos que hicieron hace más de 50 años. Seguramente, algunos de esos nexos de amistad que intentaron establecer dejaron a su paso el sin sabor de la desilusión, pero nunca se dieron por vencidos, y siempre se rodearon de gente con la absoluta disposición de querer y dejarse querer.
Aunque hay quienes afirman que las relaciones de amistad implican un vínculo afectivo menos importante que la familia o la pareja, mi propia historia me obliga a pensar diferente. Será porque a lo largo de mi vida he aprendido -a punta de contar con gente especial a mi alrededor-, que la amistad es un bien preciado, una bendición, un hilo misterioso que nos conecta con otro de una forma poderosa.
Puedo decir que tengo bastantes amigos, a sabiendas de que no todo aquel que conoces y con quien te llevas bien también lo es, e incluso, que muchas veces quienes se dicen serlo, tampoco lo son en realidad. Eso es hasta cierta forma comprensible, porque no es fácil tener amigos, el asunto implica una relación consensuada, bidireccional, absolutamente sentimental, y que implica compromiso y responsabilidad.
Ser un amigo de verdad, pasa por ignorar convencionalismos como la condición social, la sexualidad, la religión o la raza, para concentrarse en compartir sentimientos, convicciones, gustos y afecciones. Para ser amigo hay que quererse profundamente, es obligatorio ayudarse de forma desinteresada, aceptar al otro tal y como es, hacer gala de una buena dosis de tolerancia, disfrutar sinceramente de la mutua compañía, y asumir que esta valiosa relación es libre, no ata.
Una amistad es una conexión alegre, efusiva, humana e inspiradora, que puede surgir en pocos minutos o tomar años, pero que sin importar el caso, hace de cada amigo un ser insustituible en nuestras vidas.
Los amigos son una especie de “compañeros de viaje”, que por lo general forman parte de una etapa de la vida; aunque si tenemos suerte, pueden acompañarnos para siempre.
Les dije que tengo bastantes amigos, y es cierto, quizás porque yo me tomo muy en serio eso de ser amiga, asumiendo con responsabilidad, alegría, y hasta devoción el compromiso de cultivar la relación. Quizás por eso que cuando salí de Venezuela, hace ya casi 6 años, lo que más extrañaba era a mi mamá, el café de la panadería, y a mis amigos.
Con el paso de los meses fui testigo lejano, a través de las redes sociales, de cómo uno a uno mis amigos emigraban en distintas direcciones. Asumí que necesitaba reconectarme con ellos, recordarles mi afecto, hablarles de mi experiencia como inmigrante y escucharlos; en fin, sentirlos al menos a través del espacio virtual que nos ofrece un gran invento humano: la World Wide Web. Fue así como un sábado en la tarde, un poco sola y aburrida en la redacción del periódico en el que trabajaba, decidí abrir un grupo de WhatsApp integrado por los más queridos, los más cercanos, y los que manifestaban una profunda tristeza y sensación de desarraigo.
Algunos se conocían, otros no, algunos son familia que además son mis amigos, y otros, amigos que realmente se han convertido en mi familia. Muchos los convocados, pocos los que han permanecido. Como diría Yordano, en el convite se quedó sólo la madera fina; aunque muchos de los que no están son especialmente importantes para mi corazón.
Creo que eso pasó hace un par de años, y en ese tiempo he confirmado que el apoyo de gente que quieres y que te quiere, es realmente invaluable. Los miembros de ese convite variopinto e interesante, nos reímos, lloramos, nos felicitamos, nos regañamos, nos empujamos y nos apoyamos. Parece mentira pero aunque estamos en distintos lugares del mundo, de una forma casi extraña, estamos juntos, y la razón es que ese hilo que une a los buenos amigos es invisible, pero tan fuerte, que cuando la conexión está bien hecha se hace indestructible.
Mi gente, así los llamo, hace más llevadero el día a día lleno de ajetreos y asuntos por resolver, me llenan de buena vibra, riegan mi esperanza, matizan mi miedo, desdibujan mi soledad, oran por mí, me confortan y me inspiran a ser mejor. Y no son los únicos que asumen esta tarea titánica de soportarme, pues hay muchos otros buenos amigos que no están en el grupo, pero hacen exactamente el mismo trabajo con idéntica entrega. No importa hace cuánto plantamos la semilla, nos ocupamos mutuamente de regarla para que siempre florezca, eso es sin duda una especie de milagro.
Sólo quería contarles porqué para mí, la amistad es quizás la forma más perfecta del amor. Ya lo decía uno de mis más admirados pensadores, Aristóteles, quien en su famosa “Ética nicomáquea” dedica dos, de los diez libros que componen esta obra, al valor de la amistad, a la que califica como una de las más grandes virtudes del ser humano.
A esos virtuosos que están en mi vida, gracias.