Zeudy Acosta Paredes / @zeudyacosta
¿Les había dicho que la primera vez que viajé fuera de mi país tenía como 15 años, y no fue precisamente en avión ni para una isla paradisíaca, o al Impero (que nunca contrataca)?
A mi mamá se le ocurrió que ir a Maicao (en Colombia) cerquita de la frontera con Venezuela, allí en La Goajira, era una buena idea para comprar mercancía diversa y luego venderla entre los conocidos, como una forma de ayudarnos económicamente. El cargamento era variopinto.
Un viaje que no quiero recordar por lo atropellado del trayecto. Accidentados en la amenazante oscuridad de una carretera en medio del olvido. Dormimos (lo lograrían otros), ya en Maicao, en un hotel de mala muerte Me recuerdo anhelando el amanecer, porque el calor ascendía desde el colchón y me abrazaba como anaconda.
¡Coño y yo qué hice!, me preguntaba. Sé que no llevaba nada prohibido, mucho menos sustancias tóxicas, psicotrópicas o estupefacientes (más allá de mis emociones)…
Bien, pero el cuento es otro. Había sido lo más lejos que estuviese de las fronteras venezolanas, hasta que en 2014, emigré. Me habían metido miedo, más bien psicoterror. Yo, ajena a cualquier verdad, creía todo lo que me decían. Que migración de Portugal sabía que yo venía al país y que, por tanto, debía tener mucho cuidado con mi estancia aquí. Ni El Chacal, habría tenido tanta antesala. Todavía pienso en aquello y me entra una risa nerviosa, mezcla de burla con arrechera. Tan vieja yo y me dejé engañar tan “bandera”. Es que eso ocurre cuando confías a ciegas en la gente. En fin, llegado el momento de arribar a Madeira, revisan nuestros pasaportes y me preguntan el tiempo que estaríamos en el lugar y el propósito de nuestra visita. Así que dije: “venimos de vacaciones”. Tres meses de vacaciones con 4 maletas grandes, las que van en cabina y hasta el gato. El funcionario levantó la ceja, pensó por segundos y procedió a sellar los documentos para entrar. Nos mandaron a revisión del equipaje. Allí otra pregunta: ¿Qué traen? Sin dudar respondí: “libros, ropa, zapatos y cosas personales”. Evidencia de mi inocencia e impericia, pero no tuvimos inconvenientes.
Pasaron cuatro años desde entonces. Dicen que son los más rudos del inmigrante. Ni lo discuto. Coinciden además con mi 50 aniversario de vida, así que me propuse regalarme un viaje. Compré el boleto para Madrid. Había motivos sobrados para sentirme emocionada. Los días previos, eran un alud de nervios y ansiedad. Mariposas en el estómago y unas cuantas visitas al baño marcaban las horas. Es que no sólo había acordado verme con un grupo de personas que conocí en Maracay en mi época de docencia universitaria, que hoy ya son colegas y buenos amigos. Tenía un motivo que pesaba más; luego de más de tres décadas tendría frente a mis ojos, compañeros de la infancia (los detalles, en otro momento, porque es otra historia).
En el Aeropuerto de Lisboa, cuando me tocó atravesar aquel aparato con sensor de seguridad, se escucha el pitazo. ¡Coño y yo qué hice!, me preguntaba. Sé que no llevaba nada prohibido, mucho menos sustancias tóxicas, psicotrópicas o estupefacientes (más allá de mis emociones), pero eso no activaría una máquina hecha para detectar criminales. Y yo no lo era, lo sabía, pero por alguna razón que alguien podrá luego explicarme, el pánico se apoderó de mí.
Me mandaron a parar a mi derecha y pasaron un detector de no sé qué por mis manos, y no, no había nada…detector antojado, con deseos de verme chorreada. Siga adelante, me dijeron. Recordé la diarrea que había tenido días antes, sólo por verme con unos amigos. Y todas las series de narcos de los últimos tiempos, la historia de Escobar y los sobrinos de Cilia, todo fue como una premonición. Justo allí, convencida de que en esta etapa migratoria he hecho de todo, he trabajado en diversos oficios, me he comido las verdes, bien verdes, y aunque no sé a dónde me llevará el viento, algo está claro: ¿Narcomula, yo?. Jamás!