Zeudy Acosta Paredes / @zeudyacosta
De las batallas más feroces que nos toca enfrentar en la vida, el miedo es el principal protagonista; éste nos paraliza o nos impulsa. El miedo es una forma de enfrentarnos a los mayores retos, no sentirlo es casi dejar de ser humano. Es una forma natural de acompañar los desafíos, las decisiones, las metas planteadas a lo largo de nuestra existencia, en especial cuando la incertidumbre ronda. Pero de eso se trata, pues no se conoce con exactitud lo que ha de venir, cómo resultarán las cosas por más analizado que esté el panorama. Entonces, el miedo te saborea, te corroe, te engulle, y hasta te vomita. ¿Que si he sentido miedo? Ya perdí la cuenta. No creo que algún día nos desprendamos de él.
…algunos heredan propiedades, extensas cifras en cuentas bancarias, pero nosotros marcados cual reses, heredamos una carga humorística sin tregua, que no perdona raza, credo ni religión.
A mediados de marzo de 2015, llega la noticia de la muerte de un hermano de mi padre; un tío. No muy cercano, sí conocido. Su recuerdo más próximo es reiterativo por la peculiaridad de su personalidad; en la boda de uno de mis hermanos, justo en el momento en que el Jefe Civil hacía la lectura de rigor sobre los contrayentes y describía al entonces novio “Venezolano, mayor de edad, de oficio…” Irrumpiendo el acto protocolar, salta la voz de mi tío Víctor: Precursor de la Independencia. Los invitados no pudieron contenerse ante la ocurrencia; y ese instante quedó sellado en mi memoria. Así somos los Acosta, parte de nuestra genética está marcada con el humor, en ocasiones tan poco asertivo, otras por el contrario, aprovechada para el disfrute de propios y extraños. Porque, algunos heredan propiedades, extensas cifras en cuentas bancarias, pero nosotros marcados cual reses, heredamos una carga humorística sin tregua, que no perdona raza, credo ni religión. Da lo mismo estar en una fiesta, una reunión familiar o un entierro.
El anuncio del fallecimiento me llegó de España, aunque mi tío se encontraba en Venezuela. La tecnología tiene grandes particularidades y ventajas, conecta de forma inmediata hasta para insospechados mensajes. Una prima paterna reside allá desde buen tiempo, y aunque durante la mayoría de nuestras vidas no mantuvimos un contacto considerable, de un tiempo para acá, movida por la distancia miserable que nos separa de nuestros seres más amados, he buscado proximidad con los míos, y los no tanto.
Al instante, también certifiqué la noticia con mi hermano mayor, él tuvo la oportunidad de vivir y convivir con el tío Víctor. Se encontraba abatido, tocado por la pérdida; y sus palabras me invadieron de miedo, un miedo que se siente en la piel y dentro del esófago, como fatiga, como brasa. La remota posibilidad de que mi madre fallezca estando tan lejos de ella, y sin la menor posibilidad de acercarme cruzó de forma fugaz ante mis ojos, como si de una película de terror en reversa a alta velocidad se tratara. Allá está sola, en una casa que multiplica en centenas su menuda humanidad, demasiado espacio, demasiada soledad. Si enferma, quién la atendería.
En efecto, me hice ésta y muchas preguntas antes de ver las costas de mi amado país, alejarse desde la ventanilla del avión en agosto de 2014. Sólo que la encrucijada tenía dos puntales, ella o mi hijo de 16 años y, evidentemente, aposté al futuro de mi única herencia, de quien ha copado mi vida, sueños, anhelos y esfuerzos desde que supe que vendría al mundo. Su porvenir siempre ha sido mi mayor miedo, mi incesante lucha. Lo que le deparaba en Venezuela a él y a tantos jóvenes, se convirtió por un tiempo en un punto de agenda antes y después de dormir. No había noche donde la impotencia cediera paso al sosiego, pues ya mi hijo dejaba de ser un niño que jugaba con carritos, capas y disfraces, para volcarse en un adolescente crítico, analítico y atrevido, con un alto nivel de compromiso por su país, y eso lo impulsaba a tomar las calles para protestar.
Cómo negarle esa posibilidad, cómo evitar que su voz, sus gritos y sus acciones lucharan en contra de un régimen que nos secaba, que nos carcomía los huesos, nos empobrecía de alma y espíritu y, él lo sentía en el poder adquisitivo, en los crímenes sin culpables, en la desfachatez de sus líderes, en encierros y desapariciones; en el progresivo empobrecimiento que desde hacía tiempo había penetrado nuestras casas, porque era una hostilidad generalizada que hoy se ha radicalizado y penetrado hasta lo más hondo, dando paso a la desesperanza, al desconcierto, a la incredulidad, al terror, a la muerte.