Zeudy Acosta Paredes / @zeudyacosta
Una mañana cualquiera, entro a mi correo y me percato que en la bandeja de los emails no deseados cohabitan 69. Este número siempre me resulta interesante, pero por circunstancias vinculadas a lo lujurioso, y ese es otro tema.
Creo que cuando hice el contrato con la empresa que ofrece el servicio de Internet, teléfono en casa, tv por cable y líneas de celulares, todo en un sólo paquete – impelable-, firmé la sentencia. Una especie de compromiso o contrato prenupcial.
Ofreces tus datos básicos, nombre y apellido, identificación, dirección y el correo electrónico, pero jamás imaginas que en aquellas letras pequeñitas, parecidas a las 45 hojas que incluye un contrato bancario, por allá en la línea cuatro mil doce, decía: «acepta usted el envío de publicidad y promociones de empresas asociadas a nosotros». Y, aunque no conocía al contrayente, ni estaba enamorada, dije que sí. Como diría Osmel Sousa, «Eres bella, firma aquí», y firmé.
Es evidente que todo esto se ha pensado en la frialdad de una oficina que ya ha estudiado sigilosamente con antelación, la conducta del consumidor y sus defectos, o digamos, sus limitaciones visuales. De manera que, caí en la trampa, y a los pocos días ya tenía abarrotado el correo.
Apenas unos segundos bastan para que el mundo de la publicidad y sus mercenarios, te manoseen la vida, la cojan a su antojo, te besen el cuello
Pero además existe una interconexion entre todo lo que cohabita en esta isla (Madeira). Basta sólo saber tu dirección de email y te atrapa el enjambre de promociones de alarmas para la casa y carros (aunque no tengas), seguros de vida (aunque te estés muriendo), programas para adelgazar, servicio odontológico, todo, absolutamente todo, con promoción incluida. Pueden ofrecerte las cosas más insólitas como créditos que nunca podrás pagar. Nunca faltan aquellos mensajes de oportunidades para ganar dinero ¿y quién no desea llevarse el premio gordo?. Ya he visto alertas de paquetes de FedEx que no han llegado a su destino, pero es lógico, yo no he mandado nada.
Y así se va prostituyendo mi email, de papel en papel, de algoritmo en algoritmo; de cookies en cookies. Basta que lo facilities en determiada circunstancia para que empiece la juerga.
Hace bastante que dejamos de tener vida privada. El más mínimo deseo, la más inocente búsqueda de información devela en redes sociales y todo lo que la globaliza, qué queremos o nos interesa, somos presa de la araña que entreteje la mediatización. Al principio no lo entendía, pero ahora sí. Menudencias de esta era que todo lo puede y todo lo hace, aun sin tu consentimiento. Parece que sin darnos cuenta nos han colocado un chip en la córnea, y mientras le echamos una ojeada a un catálogo, revisas un portal de una agencia de viajes, en el pasillo de un supermercado mientras observas los anaqueles, se activa un rayo fotónico, como el de Mazinger Z que, en vez de neutralizar, ejecuta una multitransferencia con la aldea global.
Apenas unos segundos bastan para que el mundo de la publicidad y sus mercenarios, te manoseen la vida, la cojan a su antojo, te besen el cuello mientras una voz dócil y seductora te dice: compra, es lo que siempre has deseado. Anda que lo puedes pagar a crédito. Si está allí a la vista no es por casualidad, es que te lo mereces.
Me atrevería a pensar que en cualquier parte hay sensores, dispositivos, alguna treta para que incluso mientras conversas, con sólo mencionar una marca, un producto, un servicio, un deseo, la madame del prostíbulo sirva la mesa. No importa cuánto te niegues, cuánto te reserves, no eres dueño de lo que piensas o sientes. Mientras le echas ojo a Instagram, Facebook, YouTube, Twitter o una vitrina, una revista, se te sienta al lado Enrique Iglesias para cantarte al oído: aunque corras, te escondas, no puedes escapar…